La gente olvidó quiénes escribieron esas historias. Se las atribuye al creador de Mickey Mouse
El fin de semana pasado me dijo mi hija más pequeña, de cuatro años, que quería ver una película de terror. No lo dudé ni un segundo y le puse Bambi, una de las cosas más macabras que se hayan producido jamás en el cine. En realidad cualquiera de los primeros ‘clásicos’ de Disney cabe sin problemas en el género: desde la tétrica Pinocho, sobre todo si es la del doblaje argentino, hasta la obscena y surreal Blanca Nieves.
Casi todas esas películas fueron y son adaptaciones de viejos cuentos de la literatura, cuya versión original suele ser aún peor y más terrorífica y brutal que la que Disney llevó luego a la pantalla, con tanto éxito y tanta belleza que a la gente se le olvidó para siempre quiénes escribieron de verdad esas historias y se las atribuye al creador de Mickey Mouse, que, dicho sea de paso, tampoco fue creación suya sino de Ub Iwerks.
Pero había que ser un genio para volver famoso, incluso adorable, a un ratón lascivo y malicioso, basta oírle la voz, y Walt Disney lo era. Un genio, quiero decir, eso era. Tanto que adaptó esas espeluznantes historias folklóricas de los hermanos Grimm o de Charles Perrault o de Hans Christian Andersen y las volvió un cuento de hadas: una fantasía de princesas, brujas, enanos y castillos encantados.
Sobre todo un castillo encantado, el de La bella durmiente, inspirado, como se sabe, en el de Luis II de Baviera: un príncipe melancólico y vesánico cuya obsesión con la Edad Media lo llevó a construir, en el siglo XIX, una serie de palacios calcados del pasado –un pasado ideal e imposible, el pasado como sueño y pesadilla–, entre ellos el de Neuschwanstein, que Walt Disney usó como modelo para la historia de Aurora y Felipe.
De esos escritores de ‘cuentos infantiles’ todos me caen muy bien, la verdad, incluso James Matthew Barrie que era un ensayista brillante pero que fue capaz de crear a ese personaje siniestro, histérico, machista y depravado de Peter Pan, inexplicable héroe de una cantidad de ingenuos que idealizan los peores defectos de la niñez, no sus virtudes. Menos mal que existe el Capitán Garfio, ese sí un ser noble, grande, admirable.
También están los hermanos Grimm, Jacobo y Guillermo, de los que ya he hablado aquí otras veces, famosísimos por sus historias para niños, que ellos recopilaron de pueblo en pueblo en Alemania con un propósito científico y filológico que no tenía nada que ver con la ternura: el propósito de documentar el origen indogermánico (nada menos) de esas historias. Los hermanos Grimm, no sobra decirlo, odiaban a los niños.
Felix Salten, el autor de Bambi, no los odiaba pero tampoco los quería; digamos que no le importaban, que es mucho mejor o mucho peor, según cada quien. Su verdadera pasión era el erotismo, las novelas eróticas, e incluso escribió una tan audaz y escandalosa, Josefine Mutzenbacher, que la tuvo que publicar bajo el más pudoroso y estricto anonimato y solo en el lecho de muerte reconoció que sí era suya.
Josefine Mutzenbacher es la historia, narrada por ella misma, de una prostituta vienesa que desde muy niña tiene que empeñar su cuerpo para ayudarle a su padre sin empleo. Una infancia como de Dickens que se va volviendo luego como del Marqués de Sade, poblada por el incesto, la altocalzofilia, el masoquismo, la somnofilia y una larga lista de perversiones que hicieron las delicias de los lectores desde que salió la novela en 1906.
Salten, que en realidad se llamaba Siegmund Salzmann y nació en Budapest pero creció en Viena, era un extraordinario narrador, al punto de que el mejor relato del terremoto de San Francisco en 1906 es suyo y nunca estuvo allí.
Pero su obra más famosa es la tétrica Bambi, al lado de la cual Josefine Mutzenbacherparece un cuento para niños.
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