Conmueve la mística de esos muchachos que quieren ser toreros, su devoción y respeto por su maestro.
Casi todas las semanas voy al parque Nacional de Bogotá a jugar tenis; a tratar de jugar, más bien, a aprender. Y aprovecho esta ocasión, como en canción vallenata, me dan ganas hasta de abrir los brazos, para saludar al profe Elkin y a toda la liga de la capital: a Steven, a Sebastián, a Jefferson, a los muchachos. Durante los momentos más duros de la cuarentena sufrimos mucho con esas canchas cerradas, hoy por fin abiertas.
En general la fauna del parque es rica y variada: siempre hay unos viejitos marchando, felices, sin saber muy bien hacia dónde; hay también, claro, unos perros que pasean a unos señores, a veces de uno en uno y a veces en manada; están los que boxean, otros que hacen teatro, otros que caminan y otros que trotan, estos últimos con la cara proverbial de angustia y sufrimiento que ha implicado toda la vida dicha actividad.
Yo, después de jugar, suelo quedarme embelesado por un rato viendo una escena surreal, la de los aprendices de torero que entrenan y practican en una de las canchas de básquet. Son tres o cuatro estudiantes y un maestro, vestido siempre de negro, camisa blanca, el pelo todo peinado hacia atrás. Usan capote de brega y una carreta con cuernos y cara de toro que es la que embiste y ellos la lidian.
Me conmueven su mística, su devoción por ese oficio y esa profesión y su respeto por el maestro, que los instruye con firmeza y con cariño. “¡Ole!”, dice a veces, emocionado por algún pase. Pero lo más impresionante es el contraste entre esa escena y las demás; es allí donde está el surrealismo, en esos matadores en ciernes que tratan de serlo en medio de un mundo tan distinto que está por completo en otra cosa.
Y no me interesa, para nada, invocar aquí el debate moral y político sobre las corridas de toros, entre otras cosas porque estoy más o menos de acuerdo con las dos partes: entiendo a los taurófilos y todo lo sagrado y estético y trascendental que ellos ven y viven en la tauromaquia, pero también entiendo a quienes repudian eso en nombre de una idea distinta y acaso mejor –no lo sé– de la civilización y la compasión.
Lo que sí creo es que la ‘fiesta brava’ está condenada sin remedio a desaparecer; tarde o temprano, y cada vez más lo segundo que lo primero, ese mundo dejará de tener cabida en el de hoy. A mí no me importa, la verdad, me parece que hay discusiones más importantes que esa, pero es mi opinión. Lo que sí me intriga y enternece mucho, cada vez que la veo, es esa imagen de esos muchachos que quieren ser toreros.
Tiene que ser una vocación muy fuerte esa, una vocación religiosa. Y se les ve en la cara. Pero además se les ve esa poesía que destilan siempre los que se dedican a oficios y artes antiguos y hoy condenados a desaparecer; como si esa certeza, porque lo es, tiene que serlo, les diera más fuerza, una especie de razón definitiva para dedicarse a eso y no a otra cosa. Si uno es aprendiz de torero en esta época es porque es torero, así nació.
“¿Qué sientes ante esa fiera?”, le preguntó una vez don Marcelino, el erudito enano de su corte, a Luis Miguel Dominguín, que le respondió: “Es que la fiera soy yo”. Y sin duda lo era: un héroe con la capa hacia adelante, como lo definió un día su hijo, Miguel Bosé, el hijo del Capitán Trueno. Eran otros tiempos, claro, y los toreros eran tan famosos como los futbolistas de ahora o los gladiadores más célebres en la antigua Roma.
A estos del parque Nacional yo los veo maravillado y triste, como si asistiera al fulgor postrero de un viejísimo ritual: una iniciación de siglos que se está muriendo, y habrá quien lo celebre, pero cuyos últimos oficiantes creen ser los primeros o no les importa.
“Ole”, dice otra vez el maestro, orgulloso. Luego recoge sus cosas y se va.
Juan Esteban Constaín
www.juanestebanconstain.com
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