Un libro corto y sabio, de una belleza descomunal.
Hay en el cementerio alemán de Bogotá una tumba austera y discreta bajo la sombra de un pino; tan austera y tan discreta esa tumba como fue la vida de quien hoy descansa en ella, y en cuya lápida apenas se leen su nombre y la fecha de su nacimiento y de su muerte: ‘Ernesto Volkening, 1908-1983’. Al lado está también enterrado su padre, que se llamaba igual, aunque allí conserva su nombre extranjero: ‘Ernst’.
Yo me crucé con esa tumba un día por azar mientras reseñaba epitafios enternecedores o absurdos –casi todos lo son– para un programa de televisión. Y me emocioné mucho, por supuesto que sí, porque como lo he dicho ya otras veces aquí, Volkening es uno de mis ídolos intelectuales y uno de los colombianos más importantes de todos los tiempos, aunque sé muy bien que no era colombiano sino alemán y que nació en Amberes.
Pero buena parte de su vida la pasó en nuestro país, desde cuando llegó en 1934 huyendo de los nazis. Su padre ya se había instalado en Bogotá, aunque con tan mala fortuna, valga la redundancia, que murió de un infarto justo en la víspera de que llegara su hijo, quien se quedó solo en la ciudad, dedicado a traducir del alemán o del inglés catálogos comerciales para un par de empresas extranjeras.
Bajo ese oficio gris y prosaico, sin embargo, brillaba uno de los espíritus más cultos, agudos, refinados y eruditos del siglo XX, y es una fortuna, sobre todo para sus lectores, que Volkening hubiera empezado muy pronto a vincularse con el ‘mundo de la cultura’ (hoy se diría ‘el sector cultura’, horrendo nombre), para honrarlo y enriquecerlo con su participación activa en empresas y revistas de todo tipo.
Fue así como conoció al mejor de sus amigos, Álvaro Mutis, quien dijo siempre que no habría sido lo que fue sin la impronta, la influencia y el consejo de don Ernesto, cuyos textos en la alucinante revistaEco, de la cual era el alma, les abrieron a muchos lectores colombianos la puerta de autores que aquí no se conocían ni por el nombre, desde Robert Walser hasta Elias Canetti, desde Thomas Bernhard hasta Karl Kraus.
Pero no solo de la gran literatura europea fue Ernesto Volkening un inmejorable iniciador (hoy se diría 'influencer', increíble), sino también de la colombiana, al punto de que fue él quien primero entendió y explicó, de manera muy profunda, como una profecía, toda la riqueza que iba brotando de la obra de García Márquez, sobre la que hizo una serie de ensayos magistrales y reveladores aun antes deCien años de soledad.
El propio García Márquez, ya famoso, impuso que Volkening tradujera al alemán esa novela, pero cuando el editor leyó el texto le dijo que no se podía publicar. Don Ernesto escribía con una sintaxis antigua, enrevesada y luminosa que hacía imposible que un lector de su tierra se acercara a esa lengua; eran palabras alemanas, sí, pero el idioma era otro. Lo curioso es que ese es también su estilo en español, su voz única.
Es la voz que está presente también en su obra maestra,Los paseos de Ludovico, un libro casi clandestino que era imposible de encontrar y que ahora publican de nuevo, con un bellísimo prólogo de Santiago Mutis, varias universidades. En él cuenta Volkening su viaje de regreso, en 1968, a Amberes, su ciudad natal. Como si deshiciera sus pasos; como si fuera al acecho del tiempo perdido, el “tiempo irrecuperable”.
Y es un libro corto y sabio, de una belleza descomunal. Escrito en un español que, como ya dije, nadie más ha escrito así. Un español inventado por él, porque todo gran escritor inventa su lengua. No hay literatura extranjera, solo hay literatura.
Basta leer a Ernesto Volkening, el mundo en Bogotá.
Juan Esteban Constaín
Publicado en El Tiempo: 15 de enero 2020 , 07:09 p.m.
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