Aunque buscaba otra cosa, al escribir el libro me encontré con un presidente honorable.
No me corresponde a mí, ni más faltaba, defender la memoria del presidente Virgilio Barco. Es más (y ofrezco excusas por esta referencia personal, pero no puedo evitarla): hace dos años escribí un libro entero sobre Álvaro Gómez Hurtado, quien perdió la presidencia contra él en 1986, y allí digo que Colombia sería un país muchísimo mejor si en esas elecciones, y en todas las demás, el ganador hubiera sido Gómez.
Además tampoco creo que se trate, a la hora de pensar en el pasado y en la historia –que es el presente, lo que lo explica–, de ‘defender’ la memoria de nadie, mucho menos la de quienes buscaron o ejercieron el poder y lo hicieron para influir en su sociedad, para dejar en ella una impronta y un legado. Eso es lo que hay que tratar de narrar y comprender, con toda la complejidad de lo humano. Con rigor, con los instrumentos de la crítica.
Porque es muy fácil juzgar a los demás, infamarlos, resumirlos en una caricatura que por lo general se acomoda a nuestros prejuicios y obsesiones. Pero la historia enseña lo contrario y en ella se revelan y esclarecen, y a la vez se hacen más oscuros, los pliegues de la condición humana, sus matices, la enmarañada trama que está detrás de los acontecimientos, las decisiones, los azares, la vida de la gente.
Yo escribí mi libro sobre Álvaro Gómez, entre otras cosas, por esa razón: por admiración, sí, y así lo explico allí, pero también porque creo que en su figura se puede escenificar de manera perfecta cómo hemos escrito la historia aquí: cómo la hemos teñido con nuestro maniqueísmo, nuestras violencias, nuestro sectarismo, nuestras pasiones, nuestra obsesión binaria por dividirnos siempre entre los buenos y los malos.
Y cuando empecé a escribir el libro, lo reconozco, mi idea de Barco era muy mala, pésima. Sesgado (cegado) en mi fervor alvarista lo veía como un candidato enfermo e incapaz que durante la campaña no quiso debatir nada con sus contrincantes y al cual manejaban por igual los peores gamonales del liberalismo y un grupo de burócratas y tecnócratas que lo rodeaban y se lucraban de su alzhéimer. Esa era mi premisa.
La verdad con la que me encontré fue muy distinta, sobre todo en su gobierno, cuando este país estaba desbordado, una vez más, por el río de su propia sangre. En un momento en el que todas las expresiones del crimen organizado tenían al Estado contra la pared, sometido, sitiado, cooptado. Y los documentos y los testimonios de esa época sombría lo que revelan más bien es el valor civil de Barco, su desespero por salir del horror.
Baste decir que fue Barco quien hizo posible el proceso constituyente de 1991; fue él quien se jugó sus restos, de manera admirable, para que ocurriera ese hecho político revolucionario cuya paternidad hoy reclama tanta gente, acaso con razón, pero que no se habría dado jamás si él no traza desde el poder, como lo hizo, el camino jurídico para encontrar allí, en el derecho que nace de las crisis, un nuevo acuerdo sobre lo fundamental.
Claro: la historia del Estado colombiano ha sido muchas veces la de la contradicción flagrante entre sus fines y sus medios; sus fines legítimos y sus medios perversos que lo deslegitiman. El gobierno de Barco no fue una excepción, al revés, y la alianza entre las mafias y agentes estatales al servicio del crimen hizo de esos cuatro años un reguero aterrador de muertos, entre ellos los militantes de la Unión Patriótica.
Entonces se decía que Barco estaba ausente, manipulado y extrañado por sus consejeros. Ahora se dice que fue él quien urdió y determinó ese horror. Es una discusión válida, para eso es la historia.
Yo, que buscaba otra cosa, tengo que decir que me encontré con un presidente honorable, digno como el que más de su cargo.
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