Pegándonos no sé de qué satélite y haciendo mil maromas se logró, se vio la llegada a la Luna.
Dicen que Fernando Gómez Agudelo, que era un prócer y uno de los mejores colombianos que hubo, decía que haber transmitido para Colombia la llegada del hombre a la Luna fue más difícil que haber llevado el hombre a la Luna. Todavía hay quienes vivieron y recuerdan ese momento, esa proeza, ese acto de fe: una mancha que se movía por el televisor en blanco y negro, la ilusión de estar por fin allá.
El problema es que nosotros estábamos acá, en un país pobre y atormentado y lleno de carencias, como suelen serlo muchos, solo que este es el nuestro. Y lograr algo así en esa época parecía de verdad imposible: una quimera, una locura. Eso fue, entre otras cosas, lo que muchos le dijeron a Gómez Agudelo, razón por la cual se empeñó todavía más en que el milagro ocurriera.
He oído y leído veinte veces el relato de cómo fue todo aquello y nunca me acuerdo, pero sí sé que parece a la vez una novela de ciencia ficción, una comedia del teatro del absurdo, un cuento costumbrista y picaresco, una enternecedora crónica de la llegada del hombre a la Luna –nada menos– mientras acá en Colombia unos quijotes con varios aguardientes encima saltaban matones para que algo de eso se viera en vivo y en directo.
Y se vio, llegamos a la Luna. Pegándonos no sé de qué satélite y haciendo mil maromas, y supone uno que como siempre aquí oscilando sin problema entre el rigor de la teoría y la desmesura de la realidad. Esa suele ser nuestra maldición pero también nuestra salvación: el ingenio, la improvisación, la chambonería como un método que nos hunde y al mismo tiempo nos rescata cuando ya todo está perdido.
Claro: quienes hicieron posible lo de la Luna en Colombia eran unos maestros y una gente seria, expertos en lo suyo, pioneros de un futuro que sin su firma jamás habría llegado. Así que al hablar de la chambonería y la improvisación no me refiero a ellos, porque la suya fue una verdadera hazaña y el relato épico de cómo la lograron todavía es muy conmovedor, tanto más conmovedor cuanto más pasa el tiempo.
Pero también es un relato muy emocionante por eso, porque es aquí, donde al final todo termina dependiendo siempre, todo, de un gancho de ropa, de una correa y unas medias veladas, de unos cables pelados o un chicle que sostiene al universo. El día del plebiscito por la paz yo supe que todo estaba perdido cuando vi por la televisión a un senador de la república con un saco de paño que era tres o cuatro tallas la suya. Así es imposible.
Ese es un rasgo que ya señalaba el barón de Humboldt a su paso por nuestro territorio en 1801: el del aislamiento y la precariedad pero también el de la creatividad para librarnos de ese destino que parecía inevitable y en muchos casos lo ha sido y en otros por suerte no. En secreto se burlaba el sabio alemán de la arrogancia de sus interlocutores ilustrados del ‘Nuevo Reino’, pero igual admiraba su talento alucinante.
Otro viajero europeo del siglo XIX, aunque muy posterior a Humboldt, Pierre D’Espagnat, no podía creer muchas de las cosas que vio en Bogotá cuando vino en 1897. Fue él uno de los artífices, y digo uno porque son varios, del mito ese de la ‘Atenas Suramericana’ y la deslumbrante y delirante cultura literaria de las élites aquí en esa época. En medio del trópico y el páramo, con tantas dificultades de todo tipo, era increíble este país.
¿Lo es? No lo sé: nada hay más común que el excepcionalismo, creer que lo que pasa en todas partes, y a veces peor, solo le pasa a uno. También esa es una característica muy colombiana, creer que todas lo son.
Pero ayer, caminando por la calle, vi una larga fila de gente esperando su vacuna. Gente mayor, claro, feliz.
Cómo no emocionarse con algo así, más aquí. Cómo no celebrarlo, yo sí.
Juan Esteban Constaín
www.juanestebanconstain.com
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