Debajo del relumbrón y la algarabía de los años 20 ardían las heridas de la guerra, sus brasas.
De este siglo me ha gustado mucho, hasta ahora, todo lo que hemos conmemorado del siglo pasado: desde los treinta años de la caída del muro de Berlín hasta los cincuenta años de la llegada del hombre a la Luna; desde el centenario de la Revolución rusa, en 1917, hasta el de la Primera Guerra Mundial, entre 1914 y 1918: nuestro tiempo –todo tiempo, en realidad– es un campo minado donde estalla el pasado. En eso consiste la historia.
Ahora, por ejemplo, entramos de lleno a la celebración del primer siglo de los años 20: una década convulsa, festiva y desbordada en la que los europeos que sobrevivieron a la guerra y a la peste se pararon a bailar como si fuera el fin del mundo, o más bien al revés: como si no lo hubiera sido, como si Dios les hubiera dado una última oportunidad sobre la Tierra, y había que aprovecharla.
Por eso la evocación de esa década va acompañada casi siempre de algún adjetivo tumultuoso y agitado: ‘los ruidosos años 20’, ‘los años locos’, ‘los años dorados’, en fin. Son los tiempos del jazz, el foxtrot y el swing; los de las mujeres de mirada desafiante y pelo corto, las flappers, mujeres que fuman sin parar y bailan hasta el otro día, muchas de ellas magníficas artistas; los tiempos del mejor porno francés, la cocaína y las vanguardias.
Estados Unidos, que había entrado tarde a la guerra y para ganarla, se hizo entonces el país más poderoso del planeta, o empezó a serlo ya de manera abierta y oficial: una máquina de consumo, desarrollo y prosperidad; una caldera (iba a explotar en 1929) en la que pugnaban las fuerzas liberadoras de la música negra, la literatura y el cine contra el espíritu puritano y prohibicionista. Louis Armstrong contra el Ku Klux Klan.
Pero el hecho fundamental de esa época, como lo dijo Ortega y Gasset en 'La rebelión de las masas', ese libro magistral y profético, fue el hecho de las aglomeraciones, el fenómeno de la masificación de la especie humana, por así decirlo. No en vano fue justo en los años 20 cuando se empezaron a construir los grandes estadios a ambos lados del Atlántico; también surgió la radio: la mágica voz que llegaba por fin a todas partes.
Ortega dice en su libro, más o menos, que el ‘hombre masa’ solo actúa bajo la lógica colectiva de la turba y el rebaño: ignorante y arrogante a la vez, y lo uno por lo otro, tan ignorante como arrogante, y viceversa, impone con violencia y con furia sus manías, sus delirios, sus caprichos. Y lo hace como si ese fuera un derecho sagrado, una especie de conquista avalada por sus gritos y sus obsesiones conspirativas.
Hoy ya sabemos que debajo del relumbrón y la algarabía de los años 20 ardían todavía las heridas de la guerra, sus brasas. Y sabemos que en muchos países, como por ejemplo en Alemania, que había perdido, pero también en Italia o en Francia, que habían ganado, lo que había era un resentimiento y una frustración muy profundos: el desprecio por la democracia y sus instituciones moribundas; un ansia de violencia y destrucción.
Cuando vino la crisis, fue ese el caldo de cultivo del fascismo: la necesidad de encontrar un culpable para odiarlo; la enajenación de sociedades en apariencia muy cultas y desarrolladas que le vendieron el alma al diablo, encarnado en sus siniestros caudillos. Bastaba atizarlas, soplar el fuego que todavía humeaba en el fondo de su alma. Pero esos caudillos jamás lo habrían sido sin las turbas que los aplaudían a rabiar.
Una atroz paradoja: la del espíritu totalitario que se sirve de la democracia para llegar al poder y luego destruirla.
Fue hace cien años pero no importa: la historia es un campo minado, puede ser hoy.
Juan Esteban Constaín
Publicado en El Tiempo: 19 de febrero 2020 , 07:55 p.m.
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