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Casi el último

La gran enseñanza de Steiner: el conocimiento como una de las formas más elevadas de la felicidad.


George Steiner, que murió ayer en Inglaterra a los 90 años, contaba alguna vez en una entrevista para la televisión alemana, y en un alemán perfecto, que su padre le leía todas las noches una traducción francesa de la Ilíada. Hasta que un día le dijo que el libro estaba incompleto y que si querían seguir leyéndolo les iba a tocar hacerlo en la versión original, en griego antiguo. Fue así como aprendió esa lengua, a los 8 años.


La familia de Steiner pertenecía a la rica y refinada burguesía judía de Viena –la burguesía más poderosa y culta de la historia, quizás–, y en su casa se hablaba por igual en varias lenguas, al punto de que su madre, Elsie, podía empezar una frase en alemán para seguirla luego en francés y terminarla en inglés o en italiano, sin darse casi cuenta. Un amigo que los visitaba le dio un nombre más que obvio a esa casa: la Torre de Babel.


En 1924, los Steiner emigraron de Austria hacia Francia, convencido el padre de que después de la guerra, la Primera Guerra Mundial, la vida de los judíos iba a ser cada vez peor en su país y en Alemania. Fue esa una premonición sombría, mucho antes de que se abrieran las puertas del infierno. George Steiner, el hijo, nació a las afueras de París en 1929; allí estuvo hasta 1940, cuando viajó a Estados Unidos, huyendo del horror.


Fue allí donde se graduó del colegio y empezó su carrera como crítico literario, traductor y lector insaciable, después de haber intentado estudiar física, aunque en vano, “pues mis matemáticas nunca fueron suficientes”, según dijo en sus memorias. Su fracaso en las ciencias exactas lo hizo refugiarse en las humanidades, que cultivó con una generosidad y una pasión sin medida, hasta el último día de su vida.


Esa es sin duda la gran enseñanza de George Steiner: la del conocimiento como una de las formas más elevadas de la felicidad; la de la sabiduría como una posibilidad siempre incompleta y fallida, por supuesto, pero también la más bella de todas: una posibilidad que es más bien una aventura y un destino, una empresa cuyo premio está en el solo hecho de emprenderla, no en sus resultados. Para qué más.


Por eso, aunque el ámbito natural de George Steiner fue la academia toda la vida, su obra es un profundo desafío a la idea ruinosa de que para decir cosas importantes o profundas o necesarias hay que usar siempre un lenguaje arrogante y esotérico, oscuro, agresivo, denso, vacío, empobrecedor. Al revés: para él el conocimiento estaba en la pasión, la claridad (una claridad luminosa y abrasadora), la belleza.


Y por eso mismo había que abarcar mucho con la lectura, no cada vez menos; aspirar a la totalidad, al universo, aunque nunca podamos. Con rigor, sí, pero también con ánimo festivo, sin hacer de la cultura un lastre, un objeto inalcanzable, agobiante y aterrador.

Hay dos maneras de celebrar a los clásicos: como algo vivo, por suerte, o como algo muerto y sacrosanto, por desgracia. Steiner prefería lo primero, y así lo dijo siempre.


También decía que él no era nada sino un buen cartero: la voz certera que sabía llevar, con su entusiasmo y sus comentarios, el prodigio de los clásicos a las manos, y al alma, de cualquier lector. Los libros nos acogen como inmejorables anfitriones, decía, pero cada huésped tiene el derecho de saber dónde quiere estar. No creo que haya una definición mejor que esa de lo que es o debería ser la crítica literaria; la literatura.


Ya casi no quedan en el mundo sabios como George Steiner, quizás él fuera el último de su especie: una civilización entera que se apaga con su nombre.


Y el último apaga la luz. Pero como nos lo enseñó toda la vida él mismo, en los libros sigue ardiendo para siempre. Basta abrirlos, una vez más.


Juan Esteban Constaín


Publicado en El Tiempo: 05 de febrero 2020 , 07:02 p.m.

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