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De rabona

Una idea que está desnaturalizando al fútbol, y que premia y reivindica a los troncos.


La rabona, como su nombre lo indica, es una de las jugadas más difíciles y vistosas del fútbol mundial ya sea en los estadios, en la calle, en el potrero o en el garaje, aunque también suele ser, en muchos casos, la única que queda a la mano, valga la paradoja: la única que se puede utilizar para no perder la pelota, y entonces quien la lleva debe ejecutar ese célebre movimiento que consiste en sacar la otra pierna por detrás y pegarle.


Eso es una rabona, ni más ni menos: pasar el pie por detrás y darle al balón hacia adelante, muy fuerte. Un lujo, un desplante. Dicen que fue Ricardo Infante quien la inventó, un jugador argentino, puntero de Estudiantes de La Plata. Fue en septiembre de 1948, en un partido contra Rosario Central. Hubo un rechazo y le cayó la pelota a él, que le pegó así, cruzando la pierna derecha por detrás de la izquierda: ¡pum!


Maradona era un maestro de la rabona, como de tantas cosas más dentro de la cancha. Las hizo en Boca, en el Nápoles –por supuesto–, en el Barcelona... Pero la gente en Argentina todavía recuerda la que hizo cuando debutó en Newell’s, contra Independiente, en 1993. Le tiraron un pase al área y se le fue muy larga la pelota, se quedó sin ángulo. Así que corrió y sin dudarlo echó por detrás su pierna izquierda y con ella pateó.


No fue gol ni pase gol, el arquero Luis Islas alcanzó a cruzar el balón y lo mandó al tiro de esquina. Pero de haberlo sido habría quedado como uno de los más bellos de la historia, si el solo intento nomás todavía hace suspirar a los hinchas de la ‘Lepra’ y a quienes repiten en YouTube esa escena que en cámara lenta es perfecta, véanla toda: el pase, el rebote, Diego que corre y se adelanta y apenas llega, gira la pierna: ¡pum!


Como la rabona, hay otras jugadas que constituyen una exhibición de talento, una provocación, una arandela quizás innecesaria: solo los buenos, los cracks, las pueden hacer sin hundirse en el intento; solo a ellos les salen bien. Y eso es algo que se ve desde el colegio, desde la calle: el que hace magia con los pies no puede evitarlo, y los demás lo miran con rabia pero también con admiración y con envidia. Eso es el fútbol, o eso era.


Porque ahora resulta que ya no se pueden tirar lujos en la cancha, la gente se pone brava: el público, para empezar, y es increíble, absurdo; los técnicos, que reclaman desde el banco; el árbitro, que amonesta a quien lo haga, aun si le sale bien. Y lo peor de todo: los jugadores tampoco los toleran, se van en manada contra quien se atreva a intentarlos. Los consideran una afrenta y una humillación, un acto perverso.


Tampoco se pueden hacer demasiados tacos, por ejemplo, ni adornar una jugada lejos del área para añadirles a la frustración y la derrota del rival su envilecimiento y su vergüenza, su total deshonra. Cuando ese fue siempre uno de los atributos esenciales del fútbol, su secreta razón de ser: el triunfo del arte sobre la mezquindad; la celebración del ingenio, el talento, la magia y el desparpajo de los que sí saben.


Pero eso quedó prohibido con el argumento de que la belleza del juego, cuando es innecesaria, casi superflua –aunque nunca la belleza es superflua, ahí está el problema–, ofende y provoca a los rivales, los empequeñece. Se trata, sin embargo, de un argumento moral y no deportivo: la condena del talento y la alegría en nombre de las buenas maneras y una idea ridícula, mediocre, represiva y totalitaria del respeto y el juego limpio.


Una idea que está desnaturalizando al fútbol, y que premia y reivindica a los troncos y a los incompetentes. A los que se ofenden, no a los que saben jugar. Como si la cancha fuera un reflejo de la vida, y es que lo es. Ahí está el problema.


Aunque mejor lo digo tapándome la boca.


Juan Esteban Constaín


Publicado en El Tiempo: 29 de enero 2020 , 07:02 p.m.




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