Debería llenarse la vida de cosas con más intensidad, más reales y al final más importantes.
Natalia Ginzburg escribió un ensayo muy famoso que se llama 'Las pequeñas virtudes' y es sobre la riqueza y la generosidad –que para ella son lo mismo: rico solo es el que comparte, el que recibe y da felicidad–, sobre la educación y el dinero, sobre la vida familiar y los hijos. Recuerdo varias frases bellísimas que hay en él, y una que lo define y lo cierra: “Porque el amor por la vida genera amor por la vida”.
Eso lo dice después de decir también que no hay un acto de amor por la vida mayor que tener una vocación, hacer lo que uno hace con pasión y con dicha, sin esperar más premio que ese. Solo entonces, escribe Natalia Ginzburg, el dinero deja de ser un fin en sí mismo, un objeto de adoración y reverencia, una obsesión. Y el deber moral de los padres es ayudarles a sus hijos a encontrar su vocación, no más.
Se trata de un ensayo magistral y revolucionario, muy hermoso, muy provocador, con un trasfondo económico en apariencia excesivo. Pero lo importante que hay en él, su premisa, no es lo que tiene que ver con la plata sino con la idea de que uno a sus hijos no los debería educar, ni en la escuela ni en la casa ni en ninguna otra parte, como casi siempre ocurre, en el culto y la devoción por las “pequeñas virtudes”, las más mezquinas.
Eso me encanta: cuando Natalia Ginzburg dice que a la gente no le deberían inculcar la mesura sino la desmesura, no el ahorro sino la liberalidad o la munificencia –ah, qué palabras tan lindas–, no la prudencia en el amor sino la efusividad y el amor mismo y sus manifestaciones y extravíos. Son todas virtudes, sí, pero hay una diferencia de rango entre las pequeñas y las grandes, entre las cicateras y las nobles, ¡más palabras!
Y esto tan bello y sugestivo, que se refiere a los hijos y a nuestra relación con ellos, una relación siempre inconclusa y misteriosa, se puede y se debe (se podría, se debería) extender a la vida toda: a los amigos, a los enemigos, a los desconocidos, a nuestros ídolos: al mundo entero que a diario se nos cruza por delante, sin parar, y del cual hacemos un espejo de lo que somos y queremos ser: un espejo empañado por nuestras promesas.
Lo que quiero decir también, en otras palabras, más todavía, es que uno debería privilegiar siempre las grandes virtudes sobre las pequeñas; incluso privilegiar los grandes defectos sobre los pequeños, por qué no. Y en vez de llenarse la vida de obsesiones menores y tristes, debería poder irse al acecho de cosas con más sustancia e intensidad, cosas más profundas y reales y al final más importantes y necesarias.
El perverso circuito de las llamadas ‘redes sociales’, por ejemplo, y las menciono solo porque hoy son ellas una de las formas más tangibles y voraces de la vida de la gente, está hecho de una especie de inclinación absurda hacia lo ‘tóxico’, como se dice ahora: hacia lo bajo y lo feo y lo sucio; hacia aquello que más mortifica a quienes las usan y entran en ellas muchas veces, la mayoría de las veces, para amargarse y sufrir y ensañarse.
En esos mismos espacios hay gente que en cambio habla de cosas maravillosas: pintores que hablan de cuadros, pilotos que hablan de aviones (el mejor, Paco López, de Iberia), cantantes que hablan de historia (la mejor, Sheila Blanco), astrónomos que hablan de poesía, señoras o señores que hablan de sus nietos o de sus perros, editores que celebran a sus autores, marineros ilustrados que aún están en el siglo XVIII.
¿De verdad vale la pena despertarse todas las mañanas, con furor y ansiedad, al acecho del escándalo del día, la lapidación o el linchamiento de turno, los dichos o los actos del político que más odiamos? ¿De verdad?
Quizás. Yo igual iba a hablar de otra cosa, pero mejor hablo de Natalia Ginzburg.
Juan Esteban Constaín
Publicada en El Tiempo: 26 de febrero 2020 , 10:27 p.m.
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