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La edad de la monserga

Ya no vale solo dar las gracias cuando se gana un Óscar, ahora hay que salvar al universo.


Un amigo que me quiere mucho, al parecer, y yo a él ahora muchísimo más –cómo no, con esto que voy a contar a continuación–, me envió un video que es un tesoro: el discurso de aceptación del premio Óscar como mejor actor de reparto que en 1991 dio Joe Pesci por su papel de Tommy DeVito en 'Goodfellas'. El premio se lo estaba ganando a Al Pacino, entre otros, y Pesci se paró y dijo: “Es un privilegio, gracias”, y se fue.


Ese discurso tan bello, elocuente y sentido no ha sido, sin embargo, el más corto de los famosos ‘Premios de la Academia’. En 1954, al recibir el Óscar como mejor actor por 'Stalag 17' (en español, por supuesto, se llama Traidor en el infierno), William Holden dijo sonriente y abrumado: “Muchas gracias, muchas gracias”: cuatro palabras, el doble de las que pronunció Patty Duke cuando ganó el suyo en 1963: “Les agradezco”, y se fue.


Claro: se me dirá que esos eran tiempos felices y mejores, tiempos pasados al fin y al cabo: la época dorada de Hollywood, o quizás del mundo, antes de que empezara esta edad que bien podría llamarse la ‘edad de la monserga’: la del discurso contrito y desgarrado; la del sermón obligatorio que deben dar los artistas, con mirada heroica y solemnidad, cuando se ganan un premio.


Ya no caben ni siquiera discursos muy largos, está bien, pero que tengan que ver, por ejemplo, con el oficio y el cine, con el sentido mismo del arte, con la carrera que ese actor o esa actriz tuvieron que hacer para llegar hasta allí. Ya no cabe tampoco agradecerles al director, al libretista, al productor, a la familia, al equipo técnico, a Dios (o a dios, sin mayúsculas, o a ninguno), a la mamá, a los colegas, a la vida, a la suerte.


No, eso ya no se puede. No está bien visto, a nadie conmueve algo así. Ahora hay que remover los cimientos todos de la creación, en un proceso arrollador que se ha ido agravando con los años y que hace que la gente necesite, de parte del orador, cada vez más sobreactuación y cursilería –increíble: los premian por lo contrario– para sobreactuarse también y salir a compartir eso tan terrible, oh, ah, que se acaba de decir y señalar.


Y sí: esa es también la función del arte, sin duda, una de ellas, y no la menos importante: conmover a la sociedad, mostrarle lo que nadie más ve, regar la sal sobre la herida. Todo eso, sí. El problema es que para cumplir esa función, en el arte, por lo general están ya las obras de arte: lo que hacen los artistas, su trabajo, que es también su discurso y su manera de expresarse, lo que dicen mejor y sin igual.


A eso se le puede añadir, en determinados momentos, de parte de los creadores, una reflexión más: la voz del artista que se sirve de la gloria y la fama y la legitimidad que su arte le ha ganado para decirle algo revelador y profundo a la sociedad, algo único. Y los premios son una buena oportunidad para eso, cómo no. Hasta cuando ese gesto se devalúa y se vuelve un rito vanidoso, una ceremonia ya esperada, vacía e inocua.


Entonces la actriz o el actor miran en lontananza, con un nudo en la garganta. Se oponen al poder, a la maldad, a la especie humana. Hay música de fondo, el público sonríe orgulloso y llora y niega a la vez con la cabeza; en cámara lenta. Qué valiente, qué osado, oh, ah. Y al otro día ese es el tema del día, lo que ahora llaman la ‘tendencia’: el discurso del ganador de turno, que fue tan valiente, tan osado, oh, ah.

Es la edad de la monserga: la necesidad opresiva, en todas partes, de sermonear a los demás. La vida como red social, la virtud hecha demagogia. Ya no vale solo dar las gracias, ahora hay que salvar al universo. Mínimo.


Hasta el próximo año, cuando sea peor. Todo. Oh, ah.


Juan Esteban Constaín


Publicado en El Tiempo: 12 de febrero 2020 , 08:20 p.m.

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