Me encanta la idea antigua y griega del universo como una pieza musical, como una sinfonía.
El parentesco entre la astronomía y la religión, que a muchos les debe de parecer inaceptable y absurdo, casi una ofensa, allá ellos, se explica por el hecho hermoso e irrefutable de que el universo opera como un enorme reloj de cuerda, tic, tac, tic, tac, tic, tac, mientras cada una de sus piezas se va moviendo con armonía y precisión en un espectáculo que nunca termina: la maquinaria de la creación es un prodigio, un poema.
Ese fue el primer orden que intuyó nuestra especie, el orden universal, nada menos, el reloj que es todo esto. Viendo a las estrellas nuestros más remotos antepasados descubrieron el paso del tiempo, más bien su régimen a la vez maravilloso y estremecedor: el tiempo como un río que corre sin parar –“huye el tiempo irreparable”, decía Virgilio–, el tiempo como la más profunda y fugaz sustancia de lo humano.
Pero el tiempo también es orden y ciclo: una construcción nuestra arbitraria y caprichosa que sin embargo refleja y codifica, por así decirlo, la manera en que el universo se mueve sin que le suene una sola clavija, sin que ningún tornillo se quede por fuera. De ahí que tantos creyeran y aún crean (creamos) que esa perfección solo puede explicarse por la presencia de una inteligencia que lo ordena todo, la secreta belleza de Dios.
No lo sé y mi idea no es proponer un debate sobre eso, mucho menos aquí, ni más faltaba. Pero el vínculo histórico y poético entre la astronomía y la religión no es gratuito ni es vano, ni es solo una superchería, porque allí se expresan muchos de los misterios de nuestra condición, sus grandes abismos. Y eso es muy bello también, la forma como la ciencia y la mitología se unen para contar mejor esa historia.
A mí me encanta la idea antigua y griega del universo como una pieza musical, una sinfonía. Pitágoras decía eso, que la razón matemática de los planetas entraña una “música de las esferas”: un orden tan conmovedor y tan perfecto que si cerramos los ojos podemos oírlo, conectarnos con él. Cada quien, supongo, oye distinto esa música; la que me suena mí (a ver) es una canción de Pink Floyd, Eclipse.
Según Plinio el Viejo, que era un escritor monumental que murió devorado por el Vesubio, Pitágoras hizo incluso la medición musical de los planetas, su escala: entre la Tierra y la Luna hay un tono, entre la Luna y Mercurio un semitono, lo mismo que hay entre Mercurio y Venus, y de Venus al Sol hay un tono y medio, y del Sol a Marte un tono, y de Marte a Júpiter un semitono, lo mismo que hay entre Júpiter y Saturno.
De Saturno al Zodiaco hay un tono y medio –sigue la canción, no sé si es cumbia o es bolero o es rocanrol– y eso da siete notas, las mismas que conocemos hasta hoy: do, re, mi, fa, sol, la, sí, y que se llaman así porque un monje medieval, Guido d’Arezzo, decidió bautizarlas para ayudarles a los cantores con las iniciales de un himno a San Juan que estaba en un libro del historiador Pablo el Diácono.
¿Suena bonito? No tengo ni la menor idea: a veces uno escribe a puro oído, como contando las sílabas. Creo que fue Alfonso Reyes, creo, quien dijo que había que escribir con metrónomo, sin salirse del compás. Ojalá: también la literatura contiene la música de las esferas; también ella la invoca para que entre sus grietas aparezca un orden universal: el tiempo que huye irreparable, el tiempo que es ciclo y es ritmo. Eso es la poesía.
Ayer, gracias al robot Perseverance, pudimos oír por primera vez en la historia cómo suena el planeta Marte. Es un ruido de ambiente, la verdad, un zumbido tenue y nada más. Pero es Marte, qué cosa tan emocionante, su voz nos llega hasta acá.
¿Suena bonito? Quizás solo nos toque cerrar los ojos, oír la música de las esferas. Nada desafina en la creación.
Juan Esteban Constaín
www.juanestebanconstain.com
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